A eso de las diez y cuarto de la noche, yo bajé del altar. La noche hervía con un sol en el medio de su sexo. Yo venía desnudo de un casamiento entre mariposas, me tocaba y yo así lograba abrillantar unas brujas, que a casa de mi sol no podían verme ni tocarme.
Yo bordeaba el bosque, casi flotando y desnudo sobre el camino de piedras. Las flores se incendiaban pronunciando mi nombre, pero yo era de todos, yo era de nadie, del viento.
Entre mis piernas, en el medio de mi sol, se hizo la tormenta. Llantos, temblores, víboras. ¡Todo aconteció!
Subí al cielo, hecho de estrellas, el Universo se quejó porque perdió muchas estrellas que fueron a parar a mi pene.
Uñas. Lenguas. Dientes. ¡En el cielo de la noche nada estaba prohibido; hasta un brujo me hechizó! Pasé por tantas llamas que me quedó la flor abierta.
Yo cazaba intemperante.
Pero cansado, volví al cielo, a ese lugar donde una vez estuvo ese luminoso brevaje. Fue en el incendio. El incendio que había generado al ascender a los cielos.
Me concentré. Restauré todo.
¡La magia fue tan potente que me olvidé de todo! (¿Y quién escribe esto?)
Empujé con furia. Me penetré, pestañeé, salí. Yo gritaba. Nada me respondía.
La música del tiempo: muda; hechizada por mi astucia. Mi pene golpeaba el suelo, hacía «Tic, tac, tic, tac«. Marcaba el tiempo durante el que gozaban las estrellas.
Me incendié, nuevamente. Volví el tiempo, nuevamente. Y así.
Hasta que regresé al casamiento de las mariposas, que estaban hechas de fuego y de estrellas.
Era una raza perfecta: no habían hombres ni mujeres. Iban desnudas a cualquier lugar, cantando, volando, aunque por su elevada telepatía, prescindían del lenguaje y del tiempo, pero no del sexo.
—¿Les comenté que yo tengo alas? —le dije a un par de lobos, pero ellos rieron. Así que los maté. Con una lluvia de cometas.
Luego, masturbándome mientras flotaba, me dirigí al casorio.
Los enamorados estaban entre los dragones, dándose abluciones azules. ¡Vibré!
Todos miraron mi pene, que cantaba como un violín, que vibraba como una mandolina tocada por un demonio. ¡Transpiré!
Todas las mariposas me chuparon el sol que llevaba entre las piernas.
Y yo me incendiaba, subía al cielo, volvía al suelo y volvía a vibrar, para que me chuparan los soles…
¡En un ciclo que perduró por siempre!
FIN.
© RICARDO H. ORTIZ