Misa final con el ciego antes del Nirvana

Iba flotando por la calle, desnudo, cantando Lascia Ch’io Pianga. Estaba atardeciendo, y a medida que caía la oscuridad comenzaban a visualizarse unas pelotitas doradas y blancas cargadísimas de perfume que se desprendían de mi cuerpo desnudo. Si tocaban la tierra, se escuchaba un gemido, la tierra decía Ah, y salían de repente flores blancas.

Musicalizado hasta la divinidad, los transeúntes me observaban como si fuera una obra de arte. En mi canto, había muchísima bondad pero también un poco de lamento. Yo iba recordando a mi discípula, con mucho amor, y a pesar del desconcierto yo era un hombre más feliz. Todos los amores me fueron haciendo más perfecto, amar hasta la locura me había llenado de calidez y de magia. Hacían siete grados bajo cero y me ardía el pecho. Dios me envolvía, Dios me abrazaba y me vestía con su luz. Dios me abrigaba.

Mi voz ya nocturna era una lastimera voz que refulgía fantasmagóricamente en ecos bellísimos a la distancia.

Dios me abrazó cada vez más fuerte, yo concentré todas mis energías en cantar, y aunque yo era la música, también era la plegaria. Después de la pérdida yo necesitaba desesperadamente iluminar a alguien.

Y así, como un ángel caído del cielo, estaba por cruzar la calle un ciego. Por supuesto no me oyó, ya que yo iba flotando. Entonces descendí, acariciando como bailarina el suelo con mi pie derecho. Y el ciego oyó. Dirigió el rostro hacia donde yo estaba. Y sonrió.

-Vos, ¿sos alguien?

-Por supuesto -dije yo-. Vine a ayudarle.

Hice de cuenta que no entendí su pregunta, no obstante, tampoco tenía una respuesta certera a todo lo que ello implicaba. Entonces, lo toqué con una dulzura extrema. Lo agarré fuerte del brazo. La superficie de mi piel, al tocar la suya, comenzó a brillar con una calidez inefable. Sentía que mi amor fluía del pecho, por las venas, hacia la palma de las manos y fluía lentamente hacia él.

-¿Cruzamos al otro lado? -dije yo.

-Gracias, tenía miedo. Ahora ya no. Todos los que amaba ya han muerto. Gracias por ayudarme.

Eran tantos los universos semióticos que de tanto conectarnos entre nosotros, comenzamos a perdernos. La empatía explotó, vi rápidamente velorios, entierros, desamores, soledad, encierro, depresión, desesperación y muchas carencias. Esa conexión logró estrujar y retorcer a mi alma.

El ciego me miró fijamente a los ojos cuando estábamos en la mitad de la calle. Tenía los ojos abiertos, su expresión era la de un hombre muy sorprendido, boquiabierto, parecía que estuviese mirando a Dios o a un ángel.

Apenas terminamos de cruzar la calle, me abrazó -me ganó de mano- y me dio nuevamente las gracias. Yo le di el beso más tierno de la historia y lo apreté entre mis manos. Fue tanto el amor, que abrió los ojos y me miró.

Esta vez me miró.

Estaba llorando. Lloraba como un niño. Lloraba desde el fondo del alma.

-Gracias, gracias, gracias.

-Te amo.

-Yo también. Gracias.

Y me fui volando, pero el ciego me llamó.

Volví flotando hasta acercarme a solo diez centímetros por sobre su séptimo chakra.

Me miró hacia arriba y me dijo: -Nunca olvidaré tus ojos de ángel.

Yo dejé caer lo poco que quedaba de ego y me rendí. Me rendí ante él. Lo abracé muy fuerte como si tuviera mil brazos y me lo quise llevar conmigo. Los dos brillábamos.

Antes de llegar a la iluminación, hicimos el amor por los cielos.

Y todas las personas nos aplaudían.

Y nos atestiguaban.

(c) Ricardo Ortiz

La Intención de la Sangre

Sucedió un día de muerte.

Yo comía las frutas de las almas. Al morderlas, las almas chorreaban un líquido azul, violeta, suave, espeso; como yemas de huevo que caían como gotitas, como campanillas, sobre mi relinchante cuerpo desnudo.

A cada rato parecía que me iba a evaporar. Toda mi cabeza era un hongo gigante, aceitado, suculento, precioso. Todo mi ser estaba dispuesto para el más furioso de los casamientos.

Como siempre, tenía hambre. Señores desnudos, con sobretodos oscuros, venían a traerme legiones de almas. Yo me relamía, flotaba hacia ellos, con los ojos en blanco y el pene en llamas, como invocando anillos de fuego y aire sobre todo el planeta. Todo mi cuerpo era una supernova. Ya no podía brillar más.

Yo rugía y relinchaba, relinchaba, relinchaba.

Los caballos y los vampiros se desenroscaban en mi sangre.

 

(c) Ricardo Ortiz

 

Immortality

Misa Final con Serpientes en la Juntada Nudista

Los cuerpos cantaban. Hablamos de cualquier cosa, comimos, charlamos, apagamos las luces para ver algo en la computadora.

Pero los cuerpos gritaban, los sexos se pusieron a brillar. Los penes querían ir de visita a los recónditos más oscuros del bosque, ellos solos jugueteaban, serpenteaban, se lubricaban; se procuraban una familia, una madre, que fecundaban en sueños, y entonces se recreaban a ellos mismos, saliendo hermosos, enormes y divinos, del seno de sus madres.

Salían ya circuncidados, y con el borde del glande labrado con topacio y oro; el repulgue había sido estilizado, parecían confituras, alhajas, herencias antiguas (sin duda), la dote de la novia, con glasé de diversos sabores que todos querían probar.

Por las dudas, yo me persigné tres veces, ¡habían habido tantas transformaciones!

Entonces, en la oscuridad, giré. Me quedé duro, erecto, petrificado, en el instante que vi a mis amigos me quedé lacio y de perfil. Solos, habían comenzado la novela, escribiendo con tinta espesa en un libro de paja.

Atónito, los vi entre las sombras, vi cómo las siluetas comenzaron a morderse, a probarse, a doblarse. El glasé rozaba contra el glasé, los sacramentos se rozaban, el topacio se frotaba contra el oro, y había algo que vigoroso se expandía y ondulaba.

Al rato, junté más fuerzas y volví a mirar. Parecían dos serpientes.

El cuerpo de uno llenaba todos los orificios del otro, que eran varios. Los cuerpos anudados, entrelazados. Penetrándose mutuamente. Era imposible discernir dónde terminaba el cuerpo de uno y comenzaba el cuerpo del otro.

¡Hasta parecía que habían más! El nudo continuó, creciendo y creciendo, dando chillidos, dando aullidos pequeños de placer. Yo me tuve que mudar a otra parte. Pero cada tanto, en las noches solitarias y frías, vuelvo a ese nudo para poder recordar.

(c) Ricardo Ortiz

 

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Los Revelados

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Venidas del silencio, me sacian las muertes desnudas que sitúo con dientes en mi esternón.

Sombras de lenguaje me cubren como una túnica, yo levito desnudo en el bosque, errante. Soy mordido por vocablos de consuelo. Amigos con formas de demonio (mejor dicho: demonios vestidos como amigos) me arrancan el pelo y los ojos. ¡Mi novio, mi novio! El volcán sube de mi entrepierna hasta la voz, yo exploto girando, gritando, destruyo todo lo que existe.

Le hago el amor a los fragmentos y mi energía creadora hace de nuevo el mundo. Pero no perdono.

Y tu cuerpo, tu cuerpo.

Tu caída sube sobre mí.

Lleno de amor, ya no hay más afueras ni adentros.

(c) Ricardo Ortiz

Dibujo

Duele el dibujo de la rodilla endiablada
royendo primores marchitos

escrita la escarcha mi cuerpo saliente mancha
rotos participios

mil cuerpos aletean
en sexo flotante
mi prosa ardiente

sobre mi florero se levanta
y retumba
la sombra de mi catacumba.

 

Primera Vez

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Dádiva eterna
tremenda montaña vibraba en mi gloria
y yo arañaba las horas que me llevaron
a tu brillante loto único.

rho.

 

Negación

Él habla. Él canta. Él dice que lo siente. Dice que lo sabe, que no sabe, que lo quiere, que no lo quiere, que no puede hacer otra cosa. (Una voz de lejos: -Yo igual te amo)

En el amor del silencio se cantan, pero siempre diciendo otras cosas. Se perdonan. Nunca la palabra correcta, aunque el vaivén de los cuerpos suene más fuerte que un campanario.
Quizás aquí también hubo un casamiento. Pero sin ropa. Un lugar donde los cuerpos sonaban a rebato como llamadores de ángeles.

Cristal.

Cristal aquí, allá. En todo. Nunca cristales violetas y ordenados. Si decimos «cristalino» siempre habrá de referirse a algo frágil. A algo quebrado, a algo inocente.
Y si decimos inocencia decimos pasado, ahora es el momento de la devoración. De consumirse bestialmente en el fuego del campanario.

Tambores. Los cuerpos ahora son tambores. Ladrones de besos y suspiros. Se arquean hasta lo exorbitante. Paranormal elasticidad del cristal, del vidrio. Eran dos estatuas cristalinas que de alguna manera no se quebraban.

Quizás porque estaban ya quebradas, adentro.

 

El hombre maduro habla. Canta. Dice que lo siente. Sí. Hubo una boda. Con su mujer, antaño.
-Una vez yo fui feliz, ahora…
(-Yo te amo)

-Cuando nos casamos recuerdo que estaba seguro…
(-Yo te amo)

-Ahora no sé si estoy tan seguro. No me entiendo.
(-Cállate, tonto)

 

Se besan. Entre palabras no dichas, se abrazan, se besan. El hombre maduro le hace el amor. Su cuerpo de titán se abre camino entre dos piernas que se tensan al aire. Lo embiste con su amor mientras su amante desborda. Se tocan los bíceps, los pelos en el pecho, se acarician los pectorales.

Tambores, campanas, tambores.
Acaban juntos.

El hombre maduro lo abraza. Él dice que lo siente. Que no sabe.
Que lo perdone.

 

FIN.

 

(C) Ricardo H. Ortiz

Intrigante

Los hombres ni iban ni venían callando, nunca hablando de lo diferente.

 

Un pueblo como un mausoleo que sólo estaba abierto para turistas.

 

¿Y qué se puede decir de todo esto?

 

Yo describiré lo que soy
un caer mirando a la dulce oscuridad
un dormir brillante
un dulce conocer
un dulce disfrutar de un azul libidinoso
quemante
nocturno
fosforescente.

 

 

Ricardo H. Ortiz

Estatua de piedra

Desde que te conocí sólo pensaba en amarte.

 

Quería que solfearas cada molécula de mi cuerpo que cantaba tu nombre.

Quería que mi cuerpo fuera una corchea que se amoldara a tu cuerpo en la desnudez oscura de tu pentagrama.

 

Pero ahora sólo hay insomnio. Sólo hay un grito ahogado, un querer arrebatarte de un infierno lleno de demonios que cantan en tu mente un delirio lleno de bíceps, de putas y escotes.

 

Te arrebataron las monedas, el honor, y te dejaron sin sangre.

 

Yo pienso en nosotros. No hay futuro, ni dicha, ni salvación. Sólo el olvido.

Sólo el último pedacito de amor con el que te escribo; con el que te despido.

 

Recordándote como un CD viejo y rallado, con la música más bella del mundo, pero guardado en una caja.

 

 

R.-

Un poco de entropía

 

Estaba caminando hacia el otoño, en eso aparecí yo (en tercera persona) gritando: –¡Hurra! ¡Hurra! ¡Mi tío tiene pene!

Floreció todo el mar, dando a luz diademas. Yo iba caminando para mi trabajo, aunque en dirección opuesta. Me encontré con el mismo chico de siempre, a la hora de siempre, me saludó como siempre. Resbalando me caí al piso y yo reí a carcajadas. Me arranqué la ropa y me revolcaba desnudo en la nieve. Era luna llena. Le hice el amor a Jacinto, penetré a Pedro. Me dejé penetrar por Juan.

Y luego yo terminé de perfil y quedó el mundo en llamas.

 

Entonces todo fue diferente.

 

 

(C) RICARDO H. ORTIZ