Esto que les voy a contar sucedió en un mundo paralelo, donde no habían explotado nunca los cuatro reactores nucleares de Japón, sin la fatal consecuencia de extinguir en los tres días siguientes toda la vida sobre el planeta Tierra.
En este mundo, misteriosamente, un día relampagueó y comenzaron a llover rayos sobre todos los artefactos eléctricos y electrónicos. Las descargas fueron tan fuertes que volatilizaron computadoras y transformadores. Ya no existían celulares, por lo tanto la Humanidad había retrocedido hacia antes del consumismo, y esto había sido una excelente oportunidad para su evolución.
Yo no sabía si vivía en Córdoba o cerca de la cárcel, pero sabía que vivía cerca de la ex casa de un buen amigo. Vivía en una casa antigua, y a pesar que nunca había entrado yo sabía que era una casa grande y antigua. En frente había una plaza, mi plaza de la infancia. Yo la contemplaba como si fuera un sagrado jardín.
Llamé a Juan Carlos de Iemanjá con la mente, ya que no existían celulares. Luego salí a buscar seis velas para un trabajo de umbanda. Juan Carlos me había mandado a una santería que quedaba en La Loma del Queso; lo supe porque antes de llegar ahí me dije: “Mira, Ricardo, esa de allí parece La Loma del Queso”. Era el cielo de los pericotes.
No obstante, un segundo antes de entrar a la santería, cuando llegué a la puerta pestañeé y estaba en mi casa. Estaba meditando. ¡Había salido en cuerpo y alma! En eso me llamó a la cabeza la voz de alguien, por suerte no había abierto los ojos. Era Vale preguntando si podía ir a visitarme, pero él ya estaba afuera de casa. Él me vio salir a recibirlo, aunque nunca había estado dentro de mi casa. En realidad estaba esperándolo mientras meditaba mirando un rosal en mi jardín.
No entendía por qué había ido a visitarme en mi Citröen de la infancia. ¡Si era mío! ¿Qué hacía Valerico en él? Vale estaba sentado en el lado del acompañante, como si el auto se hubiera manejado solo hasta mi puerta, desde mis años dorados. Hablamos en su auto. Que era el mío.
Él me contó que era el cumpleaños de Alfredo, y de sólo pensarlo llegamos a la fiesta, antes que el mundo se cayera a pedazos.
No recuerdo nada del cumpleaños de Alfredo, excepto de lo que sucedió al irme. Cuando me fui, comenzó a llegar más y más gente. Eran miles. Yo a todos los saludaba con un beso. Alfredo jamás había tenido amigas ni novias, ¿por qué estaba saludando a tantas mujeres? Seguían cayendo. Y yo saludaba a todos, mujeres y hombres, con un dulcísimo beso. Cuando me despedía, sentía que ellos eran flores y yo un colibrí. Me di vuelta en torno a la puerta y en ese segundo habían llegado unas cincuenta personas. Saludé a todos con un gesto de mano, y huí porque ya se me habían gastado los labios.
Cuando atravesé la puerta, todo estaba diferente. ¿De dónde había aparecido esa escalera de piedra? Entonces saqué mi karting. Estaba en el auto, que estaba estacionado, así que sacar mi karting se sintió como si lo estuviera sacando de mi mochila. Y no tenía mochila, claro.
Me iba en el auto y en el karting, de a ratos, en ese terreno dificultoso. La escalera crecía más y más, ya era una montaña, y yo huía por temor a que allí fuera el próximo fin del mundo. Al salir de allí me di cuenta que quizás ya era tarde. Las personas colgaban de la escalera, y debajo de ella se encontraba un gran abismo. Era como si la vacuidad se hubiese hecho presente.
En el último peldaño de la escalera había un cubo de muchísimos colores. Era precioso y de sólo mirarlo me sentía Gollum. Sabía que tenía que conseguirlo.
Así que comencé a escalar la escalera. Los peldaños ya eran altos como una persona, y seguían creciendo. La gente que estaba en la fiesta huía gritando, pero para algunos ya era el fin. Sólo habíamos quedado en la escalera Alfredo y yo. En cuestión de segundos, la escalera se había hecho más alta que el Everest. Yo me quedé bloqueado y no podía subir, así que le pedí ayuda a Alfredo. Demoró mucho en venir, y yo tenía miedo de caerme al abismo. Pero como pude, aguanté. Se ubicó justo debajo de mí, entre las piernas. Yo le decía “Ayúdame a subir, empújame del trasero”; pero él tenía mucha vergüenza. Ambos sabíamos que era cuestión de tocarme o morir. Miré hacia abajo y me aterrorizó el abismo.
–Dale, más fuerte, empuja más fuerte –le grité. Y en ese momento me llamó la atención un grito y me giré. Al voltearme vi el mundo convertido en 2D. Vi una lluvia de personas hechas de píxeles. Caían de lo más alto de la montaña. Todas se llamaban Laura. ¿Eran esas mujeres que estaban solas en la fiesta? Sabíamos su nombre porque estaban subtitulados (en ocho bits) debajo del cuerpo. Caían como se cae en los videojuegos, gritando desesperadamente y en cámara lenta. Los cuerpos colisionaban entre ellos o se despixelizaban. Aparecían ítems –salvavidas, parapentes y paraguas–, pero las Lauras al chocar contra ellos los desmaterializaban.
Nosotros vimos morir así a dos Lauras. Reíamos a carcajadas gritando “Las Lauras se fueron. Las Lauras no están. Las Lauras se caen de mi vida”.
Seguimos con vida porque sólo morían las mujeres. Así que seguimos escalando. La montaña escalera de piedra había crecido tanto que era de lo más inestable. Era como jugar al Yenga. Si tocábamos la piedra incorrecta tirábamos al abismo a un sinfín de Lauras. Siempre llegábamos a pocos metros del cubo preciado, pero nunca podíamos avanzar más que eso.
Entonces teníamos que bajar y subir la montaña para resetear la configuración, salvando y matando de nuevo a todas las personas que habían caído.
Este ciclo se repitió muchas veces. De tanto escalar, rasparnos y pegarnos, mi amigo y yo ya escalábamos desnudos.
Cuando decidimos copular por siempre, mientras las demás personas caían, el cubo solo flotó hasta mí. ¡Y en todas mis reencarnaciones yo abrí los ojos!
FIN.
(C) RICARDO H. ORTIZ
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